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VIII

Hasta ahora, en todo nuestro anterior análisis, no hemos hecho sino exponer simples principios de igualdad. Nos hemos sublevado y hemos invitado a los demás a sublevarse contra los que se abrogan el derecho de tratar a otro como ellos no quisieran de ninguna manera ser tratados; contra los que no querrían ni ser engañados, ni explotados, ni embrutecidos, ni prostituídos, sino que lo hacen por culpa de los demás. La mentira, la brutalidad, etc., son repugnantes, no porque sean desaprobados por los códigos de moralidad -descontemos esos códigos- son repugnantes, porque la mentira, la brutalidad, etc. sublevan los sentimientos de igualdad de aquel para quien la igualdad no es una vana palabra; sublevan sobre todo a quien es realmente anarquista en su manera de pensar y obrar.

Este solo principio tan sencillo, tan natural y tan evidente - si fuera generalmente aplicado en la vida - constituiria ya una moral muy elevada, comprendiendo todo cuanto los moralistas han pretendido enseñar.

El principio igualitario resume las enseñanzas de los moralistas. Contiene también algo más, y ese algo es el respeto del individuo. Proclamando nuestra moral igualitaria y anarquista reusamos la aborgación del derecho que los moralistas han pretendido ejercer: el de mutilar a un individuo en nombre de cierto ideal que creían bueno. Nosotros no reconocemos ese derecho a nadie, no lo queremos para nosotros.

Reconocemos la libertad completa del individuo; queremos la plenitud de su existencia, el desarrollo de sus facultades. No queremos imponerle nada, volviendo así al principio que Fourier oponía a la moral de las religiones. al decir: "Dejad a los hombres absolutamente libres, no les mutiléis, bastante lo han hecho las religiones. No temas siquiera sus pasiones; en una sociedad libre no ofrecerán ningún peligro."

En atención a que vosotros mismos no abdicáis de vuestra libertad, en atención a que no os dejáis esclavizar por los demás, y en atención a que a las pasiones violentas de tal individuo opondréis vuestras pasiones sociales, igualmente vigorosas, no tenéis que temer nada en la libertad.

Renunciamos a mutilar al individuo en nombre de ideal alguno; todo cuanto nos reservamos es el derecho de expresar francamente nuestras simpatías y antipatías para los que encontramos bueno o malo. Tal engañar a sus amigos. ¿Es su voluntad, su carácter? ­¡Sea! Ahora bien, es propio de nuestro carácter, de nuestra voluntad , menospreciar al embustero.

Y una vez que tal es nuestro carácter, seamos francos. No nos precipitemos hacia él para oprimirle con nuestro chaleco, y tomarle afectuosamente la mano como se hace hoy. A su pasión activa oponemos la nuestra también activa y enérgica.

Es cuanto tenemos el derecho y el deber de hacer para mantener en la sociedad al principio igualitario; más aún, el principio de igualdad puesto en práctica.

Todo esto, bien entendido, no se hará enteramente sino cuando las grandes causas de depravación, capitalismo, religion, justicia, gobierno, habrán dejado de existir; pero puede hacerse ya en gran parte hoy. Se hace.

Sin embargo, si las sociedades no conocieran más que ese principio de igualdad, si cada uno, ateniéndose al concepto de equitad mercantilista, se guardara en todo momento de dar a los otros algo más de lo que de ellos recibe, seria la muerte de la sociedad inevitable.

Hasta la noción de igualdad desaparecería de nuestras relaciones; puesto que para mantenerle es preciso que algo más grande, más bello, más vigoroso que la simple equidad, se produzca sin cesar en la vida.

Y eso se produce.

Hasta anora, no le han faltado nunca a la humanidad grandes razones que, desbordando de ternura, de ingenio o de voluntad, empleaban su sentimiento, su inteligencia o su actividad, en servicio del género humano, sin exigirle nada en cambio.

Esa fecundidad del genio, de la sensibilidad o de la voluntad, toma todas las formas posibles. Ya es el investigador enamorado de la verdad que, renunciando a todos los demás placeres de la vida, se entrega con pasión a la investigación de lo que él cree ser verdadero y justo, en contra de las afirmaciones de los ignorantes que le rodean; ya es el inventor que vive de la gloria póstuma, olvida hasta el alimento y apenas toca el pan que una mujer, todo abnegación, le hace comer como a un niño, mientras persigue su invención destinada, según él, a cambiar la faz del mundo; ya es el revolucionario ardiente, para quien los goces del arte, de la ciencia, de la misma familia parecen áridos en tanto no estén compartidos por todos, trabajando en regenerar el mundo a pesar de la miseria y de las persecuciones; ya es el mozalbete que, al oir relatar las atrocidades de los invasores, creyendo a ciegas en las leyendas del patriotismo que le han contado, va a inscribirse en un cuerpo franco, anda por la nieve, sufre el hambre, y concluye por caer bajo las balas.

Es el granujilla de Paris, que, mejor inspirado y dotado de inteligencia más fecunda, escogiendo mejor sus aversiones y sus simpatías, corre a las murallas con su hermanito, resiste la lluvia de los obuses y muere murmurando: ¡Viva la Commune! es el hombre que se subleva a la vista de una inquinidad sin preguntar qué resultará de ello, y, cuando todos doblan el espinazo, desenmascara la iniquidad, hiere al explotador, al tiranuelo de la fábrica o al gran tirano de un imperio; son, en fin, todos esos sacrificios sin número menos llamativos, y por eso desconocidos casi siempre, que se pueden ver constantemente, sobre todo en la mujer, a quien se quiere encargar el trabajo de abrir los ojos y notar lo que constituye el fondo de la humanidad, lo cual le permite también instruirse bien o mal a pesar de la explotación y la opresion que sufre.

Aquellos fraguan, unos en la obscuridad, otros en campo más amplio, los verdaderos progresos de la humanidad. Y la humanidad lo sabe. Por lo mismo rodea sus vidas de respeto, de leyendas. Hasta los embellece y los hace héroes de sus cuentos, de sus canciones, de sus novelas. Ama en ellos el valor, la bondad, el amor y la abnegación que falta a la mayoria. Transmite sus recuerdos a sus hijos, se acuerda hasta de los que no han trabajado más que en el estrecho círculo de la familia y de los amigos, venerando su memoria en las tradiciones familiares.

Aquellos constituyen la verdadera felicidad; -la única por otra parte digna de tal nombre- no siendo el resto sino sencillas relaciones de igualdad. Sin esos ánimos y esas abnegaciones, la humanidad estaría embrutecida en la ciénaga de mezquinos cálculos. Aquellos, en fin, preparan la moralidad del porvenir; la que vendrá cuando, cesando de contar, nuestros hijos crezcan con la idea de que el mejor uso de toda cosa, de toda energía, de todo valor, de todo amor, está donde la necesidad de esta fuerza se siente con mayor viveza.

Esos ánimos, esas abnegaciones han existido en todo tiempo; se las encuentra en los animales, se las encuentra en el hombre hasta en las épocas de mayor embrutecimiento; y en todo tiempo las religiones han procurado apropiárselas, acuñarlas en su propia ventaja y si las religiones viven todavía es porque a parte la ignoracia - en todo tiempo han apelado precisamente a esas abnegaciones, a esos rasgos de valor. A ellos apelan tambien los revolucionarios, sobre todo los revolucionarios socialistas.

En cuanto a explicarlos los moralistas religiosos, utilitarios y otros, han caído a su vez en los errores que ya hemos señalado.

Pertenece a ese joven filósofo, Guyau - a ese pensador anarquista sin saberlo - haber indicado el verdadero origen de tal valor y de tal abnegación, independiente de toda fuerza mística, independiente de todos esos cálculos mercantiles bizarramente imaginados por los utilitarios de la escuela inglesa.

Allá, donde las filosofías kantista, positivista y de evolucionista, se han estrellado, la filosofia anarquista ha encontrado el verdadero camino.

Su origen, ha dicho Guyau, es el sentimiento de su propia fuerza, es la vida que se desborda, que busca esparcirse. "Sentir interiormente, lo que uno es capaz de hacer, es tener conciencia de lo que se ha dicho el deber de hacer".

El impulso moral del deber que todo hombre ha sentido en su vida y que se ha intentado explicar por todos los misticismos, el deber no es otra cosa que una superabundancia de vida, que pide ejercitarse, darse, es al mismo tiempo la concienca de un poder.

Toda energía acumulada ejerce presión sobre los obstáculos colocados ante ella. Poder obrar es deber obrar Y toda esa obligación moral, de la cual se ha hablado y escrito tanto, despojada de toda suerte de misticismos, se reduce a esta verdadera concepción: I.a vida no puede mantenerse sino a condición de esparcirse.

"La planta no puede impedir su florecimiento. Algunas veces, florecer, para ella, es morir. ¡No importa, la savia sube siempre!", concluye el joven filósofo anarquista.

Lo mismo le sucede al ser humano cuando está pletórico de fuerza y de energía. La fuerza se acumula en él; esparce su vida; da sin contar, sin lo cual, no viviría; y si debe perecer, como la flor, deshojándose, no importa; la savia sube, si la hay.

Sé fuerte; desborda de energía pasional e intelectual, y verterás sobre los otros tu inteligencia, tu amor, tu actividad.

He ahí a qué se reduce toda la enseñanza moral, despojada de las hipocresías del ascetismo oriental.


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