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VII

Hasta ahora, hemos hablado de acciones conscientes, reflexivas del hombre (de las que hacemos dándonos cabal cuenta). Pero al lado de la vida consciente, encontramos la vida inconsciente, infinitamente mas vasta, y demasiado ignorada en otro tiempo. Sin embargo, basta observar la manera como nos vestimos por la mañana, esforzándonos por abrochar un botón que sabemos haber perdido la vispera, o llevando la mano para coger un objeto que nosotros mismos hemos cambiado de lugar, para tener idea de esa vida inconsciente y concebir el importante papel que desempeña en nuestra exicia.

Las tres cuartas partes de nuestras relaciones con los demás son actos de esa vida inconsciente. Nuestra manera de hablar, de sonreir o de fruncir las cejas, de engolfarnos en la discusión o de permanecer silenciosos; todo eso la hacemos sin darnos cuenta de ello, por simple hábito, ya heredado de nuestros antepasados humanos o prehumanos (no hay más que ver la semejanza en la expresión del hombre y del animal cuando uno y otro se incomodan) o bien adquirido consciente o inconscientemente.

Nuestro modo de obrar para con los demás, pasa así al estado de hábito. El hombre que haya adquirido el máximum de costumbres morales será ciertamente superior a ese buen cristiano que pretende siempre ser empujado por el diablo a hacer el mal, y que no puede impedirlo más que evocando las penas del infierno o los goces del paraíso.

Tratar a los demás como él mismo quisiera ser tratado pasa en el hombre, y en los animales sociales, al estado de simple costumbre; si bien generalmente el hombre no se pregunta como debe obrar en tal circunstancia. Obra mal o bien sin reflexionar. Sólo en circunstancias excepcionales, en presencia de un caso complejo, o bajo el impulso de una pasión ardiente, vacila; entonces las diversas partes de su cerebro (órgano muy complejo cuyas partes distintas funcionan con cierta independencia) entrar en lucha. Entonces substituye con la imaginación a la persona que está enfrente de él, pregunta si le agradaría ser tratado de la misma manera; y su decisión será tanto más moral cuanto mejor identificado esté con la persona a la cual estaba a punto de herir en su dignidad o en sus intereses. O bien un amigo intervendrá y dirále: "lmagínate tú en su lugar. ¿Es que tú habrías sufrido ser tratado por él como tú le acabas de tratar?" Y eso basta.

La apelación al principio de igualdad no se hace más que en un momento de vacilación, mientras que en noventa y nueve casos sobre ciento obramos moralmente por costumbre.

Se habrá notado ciertamente que, en todo lo que hemos dicho hasta ahora, no hemos tratado de imponer nada. Hemos expuesto sencillamente como las cosas pasan en el mundo animal y entre los hombres.

La Iglesia amenazaba en otro tiempo a los hombres con el infierno para moralizarlos, y sabemos como lo ha conseguido: desmoralizándolos; el juez amenazaba con la argolla, con el lático, con la horca, siempre en nombre de esos mismos principios de sociabilidad que a la sociedad ha escamoteado, la desmoraliza. Y los autoritarios de toda clase, claman también contra el peligro social a la sola idea de que el juez pueda desaparecer de la tierra al mismo tiempo que el cura.

Ahora bien, nosotros no tememos renunciar al juez ni a la condenación. Renunciamos como Guyau a toda sanción, a toda obligación moral. No tememos decir: "Has lo que quieras y como quieras"; porque estamos persuadidos de que la inmensa mayoría de los hombres, a medida que sean más ilustrados y se desembaracen de las trabas actuales, hará y obrará siempre en una dirección determinada, útil a la sociedad, como estamos persuadidos de que el niño andará un día sobre sus pies, y no a cuatro patas, sencillamente porque ha nacido de padres que pertenecen a la especie humana.

Todo lo más que podemos hacer es dar un consejo, y aun dándolo añadimos: "Ese consejo no tendrá valor más que si tu mismo conoces, por la experiencia y la observación, que es bueno de seguir".

Cuando vemos a un joven doblar la espalda y oprimir asi el pecho y los pulmones, le aconsejamos que enderece, que mantenga la cabeza levantada y el pecho abierto, que aspira el aire a plenos pulmones ensanchándolos, porque en este encontrará la mejor garantía contra la tisis. Pero al mismo tiempo le enseñamos la fisiología a fin de que conozca las funciones de los pulmones y escoja por sí mismo la postura que mas le conviene.

Es cuando podemos hacer como hecho moral. No tenemos más que el derecho de dar un consejo al cual añadiremos: "Síguele si te parece bueno".

Pero dejando a cada uno obrar como mejor le parezca. Negando a la sociedad el derecho de castigar, fuere lo que fuere y de la manera que sea, por cualquier acto antisocial que haya cometido, no renunciamos a nuestra facultad de amar lo que nos parezca bueno, y de odiar lo que nos parezca malo. Amar y odiar, pues sólo los que saben odiar saben amar. Podemos reservarnos eso, y puesto que ello sólo basta a toda sociedad animal para mantener y desenvolver los sentimientos morales, bastará tanto mejor a la especie humana

Sólo pedimos una cosa; eliminar todo lo que en la sociedad actual impide el libre desenvolvimiento de estos dos sentimientos, todo lo que falsea nuestro juicio: el Estado, la Iglesia, la Explotación; el juez, el clérigo, el gobierno, el explotador.

Hoy al ver un Jack el destripador, degollar de corrido diez mujeres de las más pobres, de las más miserables - y moralmente superiores a las tres cuartas partes de los ricos burgueses - nuestra primera impresión es la del odio. Si la encontráramos el día que ha degollado a esa mujer que quería hacerse pagar por él los treinta céntimos de su tugurio, le habríamos alojado una bala en el cráneo, sin reflexionar que la bala hubiera estado mejor colocada en el cráneo del propietario.

Pero cuando nos acordamos de todas las infamias que han conducido a cometer todos esos asesinatos, cuando pensamos en las tinieblas en las cuales rueda perseguido por las imágenes de libros inmundos, o por pensamientos enardecidos por libros estúpidos, nuestro sentimiento se aminora; y el día en que supiéramos que Jack estaba en poder de un juez que tranquilamente ha cortado diez veces más vidas de hombres, de mujeres y de niños, que todos los Jack; cuando nosotros contáramos en las manos de esos frios maniacos, o de esas gentes que envían a un Borrás a prisión para demostrar a los burgueses que ellos son la salvaguardia, entonces todo nuestro odio contra Jack el destripador, desaparecerá, se dirigirá a otra parte, transformárase en odio contra la sociedad cobarde e hipócrita, contra sus representantes oficiales. Todas las infamias de un destripador, desaparecen ante las cometidas en nombre de la Ley. A ella odiamos.

Hoy nuestro sentimiento se reduce continuamente. Comprendemos que todos somos, más o menos voluntariamente, los fautores de esta sociedad. No nos atrevemos ya a odiar. ¿Osamos acaso amar? En una sociedad basada en la explotación y la servidumbre, la naturaleza humana se degrada.

Pero, a medida que la servidumbre vaya desapareciendo, volveremos a posesionarnos de nuestros derechos; sentiremos la necesidad de odiar y de amar aun en casos tan complicados como el que acabamos de citar.

En cuanto a nuestra vida ordinaria, demos ya libre curso a nuestras simpatias o antipatías; lo hacemos a cada momento. Todos apreciamos la energía moral y despreciamos la debilidad, la cobardía. A cada instante nuestras palabras, nuestras miradas y nuestas sonrisas expresan nuestro gozo a la vista de actos útiles a la humanidad que consideramos buenos; a cada instante manifestamos por nuestras miradas y nuestas palabras, la repugnancia que nos inspiran la cobardia, la mentira, la intriga, la falta de valor moral. Traicionamos nuestro disgusto cuando bajo la influencia de una educación de savoir viure, es decir, de hipocresía, procuramos aún disimular ese disgusto bajo apariencias falaces que desaparecerán a medida que las relaciones de igualdad se establezcan entre nosotros.

Pues bien, esto solo basta ya para mantener a cierto nivel la concepción del bien y del mal; eso bastará tanto más cuanto no habrá entonces ni juez ni cura en la sociedad; tanto mejor cuanto que los principios morales perderán todo carácter de obligación, siendo considerados como simples relaciones entre iguales.

Y, sin embargo, a medida que esas simples relaciones se establecen, una nueva concepción moral aún más elevada surge en la sociedad, cuya es la que vamos a analizar.


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