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VI

Asi vemos que observando las sociedades animales -no como burgueses interesados, sino como simples observadores inteligentes, se llega a hacer constar que este principio, trata a los otros como quisieras ser tratado por ellos en análogas circunstancias, se encuentra donde quiera que la asociación existe.

Y cuando se estudia más de cerca el desarrollo o la evolución del mundo animal, se descubre, con el zoologo Kessler, y el economista Tchernychevsky. que este principio, traducido en una sola palabra, solidaridad, ha tenido en el desenvolvimiento de los animales una parte infinitamente mayor que todas las adaptaciones que puedan resultar de las luchas individuales por la adquisición de personales ventajas.

Es evidente que la práctica de la solidaridad se encuentra todavía más desarrollada en las sociedades humanas. Sin embargo, agrupaciones de monos, las más elevadas en la escala animal, nos ofrecen una práctica de la solidaridad de las más atractivas. El hombre avanza todavía un paso en este camino; eso sólo le permiten conservar su mezquina especie, en medio de los obstáculos que le opone la naturaleza, y desenvolver su inteligencia .

Cuando se estudian las sociedades primitivas que se hallan hasta el presente en la edad de piedra se ve en sus pequeñas comunidades la solidaridad practicada en su más alto grado para todos sus miembros.

He ahí por que esa práctica de la solidaridad no cesa nunca ni aún en las épocas peores de la historia; aún entonces, que las circunstancias temporales de dominación, de servidumbre, de explotación, hacen desconocer este principio, permanece, siempre en el pensamiento de la mayoría, de tal modo que conduce a odiar las malas instituciones, a la revolución. Asi se aprende; sin ella la sociedad debería perecer.

Para la inmensa mayoría de los animales y de los hombres, ese sentimiento se halla, y debe hallarse, convertido en hábito adquirido, de principio permanente en el espíritu, por más que se desconozca con frecuencia en los hechos.

Es toda la evolución del reino animal quien habla con nosotros; y es larga, muy larga; cuenta cientos de millones de años.

Aun cuando quisieramos desembarazarnos de ella, no podríamos. Sería más fácil al hombre habituarse a andar en cuatro pies que desembarazarse del sentimiento moral. Es anterior en la evolución animal a la posición recta del hombre.

El sentido moral es en nosotros una facultad natural, igual que el sentido del olfato y del tacto.

En cuanto a la Ley y la Religión, que también han predicado este principio, sabemos que lo han sencillamente escamoteado para con él cubrir su mercancía; sus prescripciones favorecen al conquistador, al explotador y al clérigo. Sin el principio de solidaridad, cuya justicia está  generalmente reconocida ¿cómo habrían tenido ascendiente sobre el espíritu?

Con él se cubrían uno a otro a semejanza de la autoridad, la cual también consiguió imponerse, declarándose protectora de los débiles contra los fuertes.

Arrojando por la borda la Ley, la Religión y la Autoridad, volverá la humanidad a tomar posesión del principio moral, que se habia dejado arrebatar, a fin de someterlo a la crítica y de purgarlo de las adulteraciones con las que el clérigo, el juez y el gobernante, lo habían emponzoñado y lo emponzoñan todavia.

Pero negar el tan principio porque la Iglesia y la Ley lo han explotado, serían tan poco razonables como declarar que no se lavará nunca, que se comerá puerco infestado de triquinas y que no se querrán la posesión en común de suelo; porque el Corán prescribe lavarse todos los dias, porque el higienista Moisés prohibía a los hebreos comer tocino, o porque el Chariat (el suplemento del Corán) quiere que toda la tierra que permanezca inculta durante tres años, vuelva a la comunidad.

Además, ese principio de tratar a los demás como uno quiere ser tratado ¿qué es sino el genuino principio de la Igualdad, el principio fundamental de la Anarquia? ¿Y cómo puede uno llegar a creerse anarquista sin ponerlo en práctica?

No queremos ser gobernados. Pero por eso mismo ¿no declaramos que no queremos gobernar a nadie? No queremos ser engañados, queremos que siempre se nos diga la verdad. Pero con esto ¿no declaramos que nosotros no queremos engañar a nadie, que nos comprometemos a decir siempre la verdad, nada más que la verdad? No queremos que se nos roben los frutos de nuestro trabajo. Pero por lo mismo ¿no declaramos respetar los frutos del trabajo ajeno?

¿Con qué derecho, en efecto, pediríamos que se nos tratase de cierta manera, reservándonos tratar a los demás de un modo completamente opuesto? ¿Seríamos acaso como el oso blanco de los kirghises que puede tratar a los demás como bien le parece? Nuestro sencillo concepto de igualdad se subleva a esta sola idea.

La igualdad en las relaciones mutuas, y la solidaridad que de ella resulta necesariamente: he ahí el arma más poderosa del mundo animal en su lucha por la existencia.

Y la igualdad es la equidad.

Llamándonos anarquistas declaramos por adelantado que renunciamos a tratar a los demás como nosotros no quisiéramos ser tratados por ellos; que no toleramos más la desigualdad, lo cual permitiría a alguno de entre nosotros ejercitar la violencia o la astucia o la habilidad del modo que nos desagradaría a nosotros mismos. Pero la igualdad en todo - sinónimo de equidad - es la anarquía misma. ¡Al diablo el oso blanco que se abroga el derecho de engañar la sencillez de los otros! No le queremos, y lo suprimimos por necesidad. No es únicamente a esa trinidad abstracta de Ley, Religión y Autoridad a quien declaramos la guerra.

En llegando a ser anarquista se la declaramos al cúmulo de embustería, de astucia, de explotación, de depravación, de vicio, en una palabra, de desigualdad, que han vertido en los corazones de todos nosotros. Se la declaramos a su manera de obrar, a su manera de pensar. El gobernado, el engañado, el explotado, la prostituta, etc. hieren ante todo nuestros sentimientos de igualdad. En el hombre de la Igualdad no queremos ya ni prostitutas, ni explotados, ni engañados, ni gobernados.

Se nos dirá acaso, se ha dicho alguna vez; "Pero si pensáis que precisa tratar siempre a los demás como vos mismo queréis ser tratados ¿con qué derecho usaríais de la fuerza en determinadas circunstancias? ¿Con qué derecho dirigir los cañones contra los bárbaros o civilizado que invaden nuestro país? ¿Con qué derecho desposeer al explotador? ¿Con qué derecho matar no sólo a un tirano, pero ni a una simple víbora?

¿Con qué derecho? ¿Qué entendéis por esta palabra barroca arrancada a la Ley? ¿Queréis saber si tendría conciencia de obrar bien haciendo eso? ¿Si los que yo aprecio encontrarín que he hecho bien? ¿Es eso lo que preguntáis?

En ese caso nuestra contestación es sencilla.

Ciertamente que sí; porque nosotros pedimos que se nos mate, sí, como animales venenosos, si vamos a hacer una invasión al Tonkin o a la Sululandia, cuyos habitantes no nos han hecho nunca mal alguno. Decimos a nuestros hijos: "Mátame si me paso nunca al partido de los invasores".

Ciertamente que sí; porque pedimos se nos desposea si un dia, mintiendo a nuestros principios, nos apoderamos de una herencia -sería llovida del cielo- para emplearla en la explotación de los demás.

Ciertamente que sí; porque todo hombre de corazón pide que antes se le aniquile que llegar a ser víbora jamás; se le hunda un puñal en el corazón si alguna vez ocupara el lugar de un tirano destronado.

Sobre cien hombres que tengan mujer e hijos, habrá noventa que sintiendo la proximidad de la locura (la pérdida del registro cerebral en sus acciones) intentarán suicidarse por miedo de hacer mal a los que aman. Cada vez que un hombre de corazón comprende que se hace peligroso a los que son objeto de su cariño, prefiere morir antes que llegar a tal extremo .

Cierto día, en Irkurtsk, un doctor polaco y un fotógrafo son mordidos por un perrito rabioso. El fotógrafo se quema la herida con hierro candente, el médico se ciñe a cauterizarla. Es joven, hermoso, rebosando salud; acaba de salir de la mazmorra a la cual el gobierno le había condenado por su adhesión a la causa del pueblo. Fuerte con su saber y sobre todo con su inteligencia, hacia curas maravillosas; los enfermos le adoraban. Seis semanas más tarde se apercibe de que el brazo mordido comienza a inflamarse. Aun siendo médico no puede evitarlo; era la rabia que se manifestaba. Corre a casa de un amigo, doctor desterrado como él. ­ ¡Pronto, venga la estricnina, te lo ruego! ¿Ves ese brazo? ¿Sabes lo que es? Dentro de una hora, o menos, seré presa de la rabia; intentaré morderte a ti y a los amigos; no pierdas tiempo; venga la estricnina; es preciso morir.

Se sentía vibora y quería que se le matara.

El amigo vaciló, quiso ensayar un tratamiento antirrábico. Con una mujer animosa, ambos se pusieron a cuidarle... y dos horas después el doctor espumajareando se arrojaba sobre ellos pretendiendo morderles. Después volvía en sí, reclamaba la estricnina, y rabiaba de nuevo. Murió por fin en medio de horrorosas convulsiones.

¡Qué de hechos no podríamos citar basados en nuestra propia experiencia! El hombre valeroso prefiere morir a llegar a ser la causa del mal de los otros. Y esto es porque tendrá  conciencia del bien obrar y la aprobación de los que estima le seguirá si mata la víbora o el tirano.

Perovskaya y sus amigos han matado al Czar ruso. Y la humanidad entera, a pesar de su repugnancia por la sangre vertida, a pesar de sus simpatías por quien había permitido liberar los siervos, les ha reconocido este derecho.

- ¿Por qué? No es que ella haya reconocido el acto útil, las tres cuartas partes dudan aún, sino porque ha comprendido que por todo el oro del mundo Perovskaxa y sus amigos no habrían conseguido en llegar a ser tiranos a su vez. Aun los mismos que ignoran los detalles del drama están seguros, sin embargo de que no ha sido una bravata de gente joven, un crimen palaciego, ni la ambición del poder; era el odio a la tiranía hasta el desprecio de sí mismo, hasta la muerte.

''Aquellos -se han dicho- habían conquistado el derecho a matar", como se ha dicho de Luisa Michel: "Tenia el derecho de pillar o, todavía: "Ellos tienen el derecho de robar", hablando de esos terroristas que vivían de pan seco y que robaban un millón o dos al tesoro de Kichineff, tomando con riesgo de sus propias vidas todas las precauciones posibles para evitar la responsabilidad de la guardia que custodia la caja con bayoneta calada.

Este derecho de usar de la fuerza, la inmunidad no lo rehusa jamás a los que lo han conquistado; aunque ese derecho sea ejercitado sone las barricadas o a la vuelta de una esquina. Pero para que tal acto produzca profunda impresión en los espíritus, es menester conquistar ese derecho. De no ser así, el acto -útil o no- se consideraría un simple hecho brutal, sin importancia para el progreso de las ideas. No se vería en él más que una suplantación de fuerza, una sencilla substitución de un explotador por otro.


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