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Hemos visto que las acciones del hombre razonadas o conscientes -más adelante hablaremos de los hábitos inconscientes- tienen todos el mismo origen. Los llamados virtuosos y los que se denominan viciosos, las grandes adhesiones como las pequeñas socaliñas, los actos elevados como los repulsivos, derivan de la misma fuente. Hechos son todos que responden a naturales necesidades del individuo. Tienen por objeto buscar el placer, el deseo de huir el dolor.
Lo hemos manifestado en el capítulo precedente, que no es sino un resumen muy sucinto de multitud de hechos que podrían ser citados en su apoyo.
Compréndese que esta explicación repugne a quienes estan todavia imbuidos por los principios religiosos, porque no deja espacio para lo sobrenatural y desecha la idea de la inmortalidad del alma. Si el hombre no obra más que obedeciendo a una necesidad natural, si no es, por así decirlo, mas que un "autómata consciente" ¿qué será el alma inmortal, qué será la inmortalidad, último refugio de los que han conocido poco el placer y demasiado el dolor, y que sueñan con hallar la compensación en el otro mundo?
Se comprende que, fuentes en los prejuicios, poco confiados en la ciencia que les ha engañado a menudo, guiados por el sentimiento más que por la razón, rechacen una verdad que les quita su única esperanza.
Pero ¿qué decir de esos revolucionarios que desde el siglo XVIII hasta nuestros dias, siempre que oyen por primera vez la primera explicación natural de los actos humanos (la teoría del egoismo si se quiere) se apresuran a sacar la misma conclusión que la juventud nihilista, de quienes hablamos al pnncipio, los cuales tienen prisa por gritar " ¡Abajo la moral ! "
¿Qué decir de los que, persuadidos de que el hombre no obra sino para responder a necesidades orgánicas, se apresuran a afirmar que todos los actos son indiferentes; que no hay bien ni mal; que salvar a un hombre que se ahoga, o ahogarle para apoderarse de su reloj, son dos actos equivalentes; que el mártir muriendo sobre el cadalso por haber trabajado en emancipar a la humanidad, y el pícaro robando a sus compañeros se equivalen, puesto que los dos intentan procurarse un placer?
Añadieran siquiera que no debe haber olor bueno ni malo, perfume en la rosa, hedor en la asafétida, porque uno y otro no son más que vibraciones de las moléculas; que no hay gusto ni bueno ni malo, porque la amargura de la quinina y la dulzura de la guayaba no son tampoco sino vibraciones moleculares; que no hay hermosura ni fealdad físicas, inteligencia ni imbecilidad, porque belleza y fealdad, inteligencia o imbecilidad no son tampoco más que resultados de vibraciones químicas y físicas que se operan en las células del organismo. Si agregaran eso podría aún decirse que chochean, pero que tienen por lo menos la lógica del necio.
Mas como no lo dicen ¿qué consecuencia podemos sacar de ello?
Nuestra respuesta es sencilla. Maudeville en 1723 en la Fabula de las abejas, el nihilista ruso de los años 1860-70, tal cual anarquista parisién de nuestros días, razonan así porque, sin creerlo, se hallan aún imbuídos por los prejuicios de su educación cristiana. Por ateos, por materialistas o por anarquistas que se digan, razonan exactamente como razonaban los padres de la Iglesia o los fundadores del budhismo.
Los ancianos, nos dicen, en efecto: "El acto será bueno si representa una victoria del alma sobre la carne; será malo si es la carne quien ha dominado al alma; será indiferente si no ha habido vencedor ni vencido: no hay otra regla para juzgar de la bondad del hecho". Y nuestros jóvenes amigos repiten como los padres cristianos o budhistas: No hay otra regla para juzgar de la bondad del hecho.
I.os padres de la Iglesia decían: "Ved las bestias, no tienen alma inmortal, sus actos están simplemente condicionados para responder a una de las necesidades de la naturaleza: he ahí por qué no puede haber entre los animales actos buenos y malos, todos son indiferentes; por lo tanto no habrá para los animales ni paraíso ni infierno, ni recompensa ni castigo". Y nuestros jóvenes amigos toman el dicho de san Agustín y de san Shakyamuni y dicen. "El hombre no es más que una bestia; sus actos están sencillamente condicionados para responder a una necesidad de su organismo; por lo tanto no puede haber para el hombre actos buenos ni malos: todos son indiferentes".
¡Siempre la maldita idea de pena y de castigo sale al paso de la razón; siempre esa absurda herencia de la enseñanza religiosa, profiriendo que el acto es bueno si viene de una inspiración sobrenatural, e indiferente si el tal origen le falta; y siempre, aún entre los mismos que más se ríen de ello, la ideal del ángel sobre el hombro derecho y del diablo sobre el izquierdo! "Suprimid el diablo y el ángel y no sabré deciros ya si tal acto es bueno o es malo, pues no conozco otra razón para juzgarle".
Mientras exista el cura, existirán el demonio y el ángel, y todo el barniz materialista no bastará para ocultarlo. Y, lo que es peor aún, mientras exista el juez existirán sus penas de azotes a unos, y sus recompensas cívicas a otros, y los mismos principios de la anarquia no bastarán para desarraigar la idea de castigo y recompensa.
Pues bien; nosotros, que no queremos ni cura ni juez, decimos simplemente: "¿El asfétida hiede, la serpiente muerde, el embustero me engaña? La planta, el reptil y el hombre, los tres, obedecen a una razón natural. Sea.
"Ahora bien, yo obedezco también a una necesidad propia, odiando la planta que hiede, el animal que mata con su veneno, y el hombre que es aún más venenoso que la serpiente. Y obraré en consecuencia sin dirigirme por eso, ni al diablo, que además no conozco, ni al juez que detesto más aun que a la serpiente. Yo, y todos los que comparten mis simpatías, obedecemos también a una condición de nuestro propio temperamento. Veremos cual de los dos tienen en ello la razón, y, por ende, la fuerza".
Esto es lo que vamos a estudiar; y por lo mismo observaremos que si los san Agustín no tenían otra base para distinguir entre el bien y el mal, los animales tiene otra mucho más eficaz. El mundo animal en general, desde el insecto hasta el hombre, sabe perfectamente lo que es bueno y lo que es malo sin consultar para ello la Biblia ni la filosofia. Y si esto es así, la causa está también en las necesidades de su organismo, en la conservación de la raza; y, por lo tanto, en la mayor suma posible de felicidad para cada individuo.