[Anterior] [Posterior] [Inicio]
Cuando nuestros abuelos quisieron darse cuenta de lo que impulsa al hombre a obrar de un modo mejor que de otro, lo consiguieron de manera muy sencilla. Pueden verse todavía las imágenes católicas que representan su explicación. Un hombre marcha a través de los campos con decisión, sin asomo de duda; lleva un ángel en el hombro derecho y otro en el izquierdo. El diablo le empuja a hacer el mal, el ángel trata de contenerle; y si el ángel ha vencido, el hombre es virtuoso: otros tres ángeles se apoderan de él y lo transportan al cielo. Todo se explica así a maravilla.
Nuestras viejas ayas, bien instruidas sohre este particular, nos dirán que es preciso no meter a un niño en la cama sin desabotonarle el cuello de la camisa. Hay que dejar abierto en la base del cuello un lugar bien caliente donde el ángel guardián pueda cobijarse. Sin esta precaución el diablo atormentará al niño hasta en el sueño.
Estas sencillas ideas van desapareciendo; pero si las anácronicas palabras se borran, la esencia es siempre la misma. Las gentes instruídas no creen ya en el diablo, pero sus ideas no son más racionales que las de nuestras ayas; disfrazan a aquél bajo una palabrería escolástica honrada con el nombre de filosofía. En lugar del diablo diran ahora la carne, las pasiones; el ángel será reemplazado con las palabras conciencia o alma -reflejo del pensamiento de un Dios creador- o del gran arquitecto como dicen los franc-masones. Pero los actos del hombre son siempre considerados como resultante de la lucha librada entre dos elementos hostiles; y el hombre es tenido por tanto más virtuoso, cuando que uno de estos dos elementos -el alma o la conciencia- haya conseguido mayor victoria sobre el otro -la carne o las pasiones.
Fácilmente se comprende la admiración de nuestros abuelos, cuando los filósofos ingleses, y más tarde los enciclopedistas, vinieron a afirmar en contra de sus primitivas concepciones, que el diablo o el ángel, no tienen nada que ver en los actos humanos, sinó que todos ellos, buenos o malos, útiles o nocivos, derivan de un solo impulso: la consecución del placer.
Toda la turbamulta religiosa, y sobre todo la numerosa tribu de los fariseos, clamaron contra la inmoralidad. Se llenó de invectivas a los pensadores, se les excomulgó. Y cuando en el transcurso de nuestro siglo, las mismas ideas fueron expresadas por Bentham, John Stuart Mill, Tchernykeuky y tantos otros, y que estos pensadores vinieron a afirmar y a probar que el egoísmo o la consecución del placer es el verdadero impulso de todos nuestos actos, las maldiciones se redoblaron: hízose contra sus libros la conspiración del silencio, tratando de ignorantes a sus autores.
Y sin embargo ¿qué más verdadero que esa afirmación?
Ved un hombre que arrebata el último bocado de pan al niño. Todos están acordes en decir que es un tremendo egoísta, que está exclusivamente guiado por el amor de sí mismo.
Pero, mirad otro hombre considerado como virtuoso: parte su último bocado de pan con el que tiene hambre, se despoja de su ropa para darla al que tiene frio; y los moralistas, hablando siempre la jerga religiosa, se apresuran a decir que ese hombre lleva el amor del prójimo hasta la abnegación, que obedece a una pasión opuesta en todo a la del egoista.
Más, si reflexionamos un poco, presto descubriremos que, por diferentes que sean las dos acciones en sus resultados para la humanidad, el móvil ha sido siempre el mismo; la consecución del placer.
Si el hombre que da la única camisa que posee no encontrara en ello un placer, no la daría. Si lo hallara en quitar el pan al niño, quitaríalo. Pero esto le repugna; y encontrando mayor satisfacción en dar su pan, lo da.
Si no hubiera inconveniente en crear la confusión, empleando palabras que tienen una significación establecida, para darles nuevo sentido, diriamos que uno y otro obran a impulsos de su egoísmo. Algunos lo han dicho abiertamente a fin de hacer resaltar mejor el pensamiento, precisar la idea, presentandola bajo una forma que hiera la imaginación, destruyendo a la vez la leyenda de que dos actos tienen dos impulsos diferentes. Tienen el mismo fin: buscar el placer o esquivar el dolor, que viene a ser lo mismo.
Tomad al más depravado de los malvados, Thiers, que asesina a más de treinta y cinco mil parisienses; al criminal que deguella a toda una familia para enfangarse en el vicio. Lo hacen porque en aquel momento el deseo de gloria, o el ansia del dinero, ahogan en ellos todos los demás sentimientos: la piedad, la compasión misma se hallan extinguidas en aquel instante por ese otro deseo, esa otra ansiedad. Obran casi automáticamente para satisfacer una necesidad de su naturaleza.
O bien, dejando a un lado las grandes pasiones, tomad el hombre ruin que engaña a los amigos, que miente a cada paso, ya por sustraer a alguno el importe dc un bock, ya por vanagloria, ora por astucia; al burgués que roba céntimo a céntimo a los obreros para comprar un aderezo a su mujer o a su querida; a cualquier picaruelo, aun ese mismo no hace mas que obedecer a sus inclinaciones: busca la satisfacción de una necesidad, trata de evitar lo que para él sería una molestia.
Casi nos avergonzamos de tener que comparar ese granujilla con cualquiera de los que sacrifican su existencia por la liberación de los oprimidos y sube al cadalso como un nihilista ruso.
Tal diferencia hay en los resultados de esas dos existencias para la humanidad que nos sentimos atraidos por la una y rechazados por la otra.
Y no obstante, si hablarais a ese martir, a la mujer quc va a ser ahorcada, en el momcnto mismo en que sube al cadalso, os diría que no trocara su vida de bestia acosada por los perros del Tsar, ni su trágica muerte por la vida del pícaro que vive de los céntimos robados a los trabajadores.
En su existencia, en la lucha contra los monstruos poderosos, encuentra sus mayores goces. Todo lo demás, a excepción de esta lucha, los pequeños goces del burgués y sus pequeñas miserias, !le parecen tan mezquinas, tan fastidiosas, tan tristes! -vos no vivís, vegetais- os respondería ella, -pero yo, he vivido!
Hablamos evidentemente de los actos razonados, conscientes del hombre, reservándonos hablar más adelante de esa inmensa serie de actos insconscientes, casi maquinables, que llenan la mayor parte de nuestra vida. Ahora bien, en sus actos razonados o conscientes el hombre busca aquello que le agrada.
Tal se embriaga y embrutece porque busca en el vino la excitación nerviosa que no encuentra en su organismo; tal otro no se emborracha porque halla una gran satisfacción, dejando el vino y gozando en conservar la frescura de su inteligencia y la plenitud de sus fuerzas, a fin de poder saborear otros placeres que prefiere a los del vino. Pero ¿que hace sino obrar como el gourmet que después de haber leído el menú de una comida renuncia a un plato de su gusto para hartarse sin embargo de otro más preferido?
Cualesquiera que sean sus actos, el hombre busca siempre un placer o evita un dolor.
Cuando una mujer se priva del último bocado de pan para dárselo al primero que llega, cuando se quita su último harapo para cubrir a otra que tiene frío, y ella misma tirita sobre el puente del navío, lo hace porque sufriría infinitamente más de ver a un hombre hambriento o una mujer con frío que tiritar ella misma o sufrir el hambre. Evita una pena cuya intensidad sólo conocen los que han sufrido.
Cuando aquel australiano citado por Guyay se desesperaba con la idea de no haber vengado aún la muerte de su pariente, cuando se hallaba roído por la conciencia de su cobardía, no recobrando la salud hasta después de haber realizado su venganza, hizo un acto tal vez heroico para desembarazarse del sufrimiento que le asediaba, para reconquistar la paz interior, que és el supremo placer.
Cuando una banda de monos ha visto caer a uno de los suyos herido por la bala del cazador, sitian su tienda para reclamar el cadáver a pesar de las amenazas de ser fusilados; cuando por fin el jefe de la banda entra con decisión, amenazando primero al cazador, suplicando después y obligándole por fin con sus lamentos a devolverle el cadáver, que la banda llega gimiendo al bosque, los monos obedecen al sentimiento de condolencia, más fuerte en ellos que todas las consideraciones de seguridad personal. Este sentimiento ahoga todos los otros. La vida pierde para ellos sus atractivos en tanto no se aseguran de la imposibilidad de volver de nuevo a su camarada la existencia. Tal sentimiento llega a ser tan opresivo que los pobres animales lo arriesgan todo por desembarazarse de él.
Cuando las hormigas se arrojan por millares en las llamas de un homiguero, que esta bestia feroz, el hombre, ha incendiado, y perecen por centenares por salvar sus larvas, obedecen también a una necesidad, la de conservar su prole. Lo arriesgan todo por tener el placer de llevarse sus larvas, que han cuidado con más cariño que muchos burgueses cuidan de sus hijos.
En fin, cuando un infusorio esquiva un rayo demasiado fuerte de sol y va a buscar otro menos ardiente, o cuando una planta vuelve sus flores al sol o cierra sus hojas al acercarse la noche, ambos obedecen también a la necesidad de evitar un dolor o de buscar el placer; igual que la hormiga, el mono, el australiano, el mártir cristiano o el mártir anarquista.
Buscar el placer, evitar el dolor, es el hecho general (otros dirán la ley) del mundo orgánico: es la esencia de la vida.
Sin este afán por lo agradable, la existencia sería imposible. Se disgregaría el organismo, la vida cesaría.
Así, pues, cualquiera que sea la acción del hombre, cualquiera que sea su linea de conducta, obra siempre obedeciendo a una necesidad de su naturaleza.
El acto más repugnante, como el más indiferente, o el más atractivo, son todos igualmente dictados por una necesidad del individuo. Obrando de una u otra manera el individuo lo hace porque en ello encuentra un placer, porque se evita de este modo o cree evitarse una molestia.
He aquí un hecho perfectamente determinado, la esencia de lo que se ha llamado la teoría del egoísmo.
Ahora bien ¿hemos adelantado algo más después de haber llegado a esta conclusión general?
-Sí, ciertamente. Hemos conquistado una verdad y destruído un prejuicio, que es la raíz de todos los prejuicios. Toda la filosofía materialista en su relación con el hombre se halla en esta conclusión. ¿Pero se sigue de esto que todos los actos del individuo son indiferentes, como asi han querido sostenerlo?
Veamoslo.